Por: Mario H. Ibertis Rivera
© Copyright by Mario H. Ibertis Rivera - 2003 - República Argentina
Primer Milagro en la Torre Perlach
(Versión novelada)
CAPITULO I.
Esta es una pequeña historia, que transcurre en los
años 1705 en la ciudad de Augsburgo, cuna del catolicismo en Alemania, y el
sitio donde nació la advocación de Maria Knotenlöserin (La que desata los
nudos).
Los protagonistas fueron un joven, Hans, y una
muchacha, Anna Justina, que crecieron en la barriada de la Fuguerei, un lugar
muy cercano a la Torre Perlach y a la Iglesia de St. Peter, en la parte que
baja hacia el río Lech. Como la mayoría de los habitantes de ese lugar, Hans
descendía de familia de artesanos, y era de confesión católica; ella, en
cambio, formaba parte de una familia protestante proveniente de lavinatera
campaña.
Hans era 7 años mayor que Anna Justina, y ambos
habían perdido a sus padres por motivos de los frecuentes enfrentamientos entre
los nobles príncipes, que en cada feudo hacían una republiqueta. De niños se
querían mucho y eran como hermanos al mismo tiempo que amigos íntimos, ya que
la gran soledad en que los sumía su condición de huérfanos los mantenía
férreamente unidos. Hasta que la llegada de la adolescencia transformó ese
cariño de infancia en amor de juventud.
Anna Justina estaba a cargo de una tía abuela, la
cual se mantenía católica. Esta, al ver el posible romance de la joven, decidió
internarla con las monjas carmelitas.
El joven la siguió frecuentando a escondidas. Era
muy grande el amor e ingenua la relación, por lo que ellos, como inocentes
niños, no veían mal en ello. Al pasar el tiempo, el llamado de la naturaleza
humana los unió, y comenzaron a entablar relaciones íntimas sin que para ellos
significara pecado. Los jóvenes vivían como Adán y Eva, en su paraíso. Ninguno
de los dos se percataba de su particular situación, por lo que no caían en
cuenta que esta relación no sería aprobada por sus familias.
Al mismo tiempo, sin sospecha alguna, las monjas
del Convento de la Carmelitas, continuaban preparando a la novicia para que se
integre al apostolado en la orden.
CAPITULO II.
La relación se fue complicando. El joven veía en
ella el alejamiento, una vez que ella tomara hábitos e hiciera los votos
formales. Los encuentros se tornaron, poco a poco, menos frecuentes, más
ásperos y de cierta hosquedad.
Ambos sufrían esta situación, la cual precipitó al
joven hacia los grupos protestantes, los cuales abrazó por despecho, más que
por convicción.
El lugar de encuentro de los jóvenes amantes, era
una habitación-depósito que estaba a la altura de la primera terraza de la
torre Perlach. En ella pernoctaban después de la última guardia.
Como era su costumbre, sábado al atardecer ella
visitaba la Iglesia de St. Peter en la Torre para rezar ante las dos únicas
imágenes de la Virgen María, una escultura (1420) de una madona con los brazos
vacíos, ya que no estaba el niño, y la otra, una extraña pintura de la Virgen,
desatando los nudos de una larga cinta, en el Retablo dedicado a Nuestra Señora
del Buen Consejo. Todos los sábados, Anna Justina rezaba el Santo Rosario,
pidiendo por su madre muerta, por su abuela y por Hans.
En este sábado en particular, una vez terminadas las
oraciones, Anna Justina subió a la torre entrando en el sitio donde iba a
encontrarse con su enamorado. Como ya estaba muy cerca de terminar su
noviciado, vestía el hábito de la orden. Hans, eludiendo al guardia, sube las
escaleras, y entra en la habitación donde ella le esperaba. En esta ocasión, la
discusión se tornó agria y casi violenta. Él estaba convencido que había
perdido el amor de su amante-amiga.
Días antes, a pesar de su inexperiencia, Anna había
caído en cuenta que estaba embarazada, y un mes antes había hecho con gran
vergüenza y sentimiento de culpa los primeros votos. En la discusión no se
atrevió a confesarle a Hans esta
gravísima situación. Después de este enmarañado altercado, en el cual ni
él, ni ella, llegaron a comprenderse, Hans se despidió para siempre de ella,
ignorante del hijo que su amante llevaba en el vientre.
Llena de angustia y desesperación, Anna corrió tras
de él por las escaleras de la torre. Pero la actitud del joven fue tajante: o
ella se iba con él, o él la dejaba.Luego de escuchar el violento ruido del
portón de entrada a la torre al cerrarse, Anna bajó unos peldaños llorando
amargamente, y con gran desesperación se acercó al ventanal desde el cual se
podía ver toda la ciudad. Tomó una pequeña escalera que usaba el guardia para
iluminar la torre, y subiéndose a ella miró a través de las rejas del ventanal
hacia la ciudad que comenzaba a oscurecer.
La luna nueva, con su aureola roja-brillante,
presagiaba la tragedia.
CAPITULO III.
Entre lágrimas, sintiendo vergüenza, tristeza, y
gran desolación, sólo alcanzó a musitar, -Perdóname Dios mío.- Con rapidez, se
quitó la cofia dejándola caer, y deshaciendo el vendaje de su rapada cabeza,
tomó la larga venda y la pasó a través de los barrotes del ventanal dando
varias vueltas alrededor de su cuello con firmeza.Con la mayor mortificación de
cometer uno de los pecados mas graves, sin ser conciente de ello, dio un golpe
con el pié a la escala. En medio de un gran estruendo y una luz enceguecedora,
se sintió caer a un profundo abismo donde se escuchaban miles de voces y
murmullos, presentándose en su conciencia todos los hechos de su vida, desde
niña hasta ese momento. Hasta que de pronto todo se detuvo, y quedó en una
completa y negra oscuridad.
No sabe cuanto tiempo pasó, sólo que poco a poco,
fue sintiendo calor que subía desde sus piernas hacia el torso. A través de los
párpados, percibió una luminosidad y lo que pareciera una tibia mano sobre su
rostro. Sentía como que estaba suspendida en el aire.
Abrió los ojos y vio el hermoso rostro de un joven,
brillante como el oro bruñido, muy cerca de su cara. Los ojos del joven le
transmitieron una gran calma. Más abajo, a su costado izquierdo, vio de pie en
un peldaño a otro con casco de soldado que también le miraba a los ojos, sin
hablar. Más abajo atisbó a otro más, de pie con vestimenta de pescador, apoyado
en una vara. Todo fue silencio por un largo rato. De pronto, sin sentirlo,
aparecen unas pequeñas manos de mujer, menudas y muy suaves a la vista. Un
tenue perfume, de aroma inexplicable, llegó a sus sentidos. Las manos, sin que
ella las sintiera, comenzaron a desatar los nudos de la venda de la cual
pendía. Con delicado esmero, estas manos fueron deshaciendo los nudos que
ceñían su cuello, dejando caer la venda. No había sentido dolor, ni ahogo, ni alivio.
Una Voz.
La Virgen, que no se veía, solo se presentía, habló
a través del primer joven. Nuestra Señora le hizo preguntas de las cuales Anna
contestó algunas. María le contó sobre su desdichada vida, de ser huérfana,
madre soltera, y de su mayor tragedia: el traer al mundo a un hijo para ser
sacrificado. Solo le llegaría gozo cuando Jesús le llamara a su lado. El
sufrimiento de Madre al ver la peligrosa vida de su hijo. La sabiduría que ella
como mujer fue aprendiendo del fruto de su carne. Que ella (la Virgen) gozó
tanto como sufrió. Aceptó el Legado de su hijo ante la Cruz. Que ella también
tuvo dudas sobre si Jesús era el hijo de Dios. El desamparo, las persecuciones,
hasta su Tránsito a la Vida Verdadera cuando su hijo la recibió en el cielo.
Que en su compromiso ante él, durante toda la eternidad, compartirá los
sufrimientos con sus “hijos”, a los cuales les brindó auxilio, y les ayudará
siempre como inter-mediadora ante su propio Hijo.
-No debes tener vergüenza hija mía,- decía la voz.
-Nadie puede juzgarte, ya que sólo en tu libre albedrío has hecho una Nueva
Vida, y para Dios, lo importante es la Vida. Si te has equivocado para las
leyes de los hombres, solo busca el perdón de Dios en tu error. ¿Cómo puedes
pensar en provocar dos muertes, la tuya y la que llevas en tu vientre? Eso sí
es el pecado mayor que puedas cometer. Sólo Dios Padre tiene derecho a quitar,
como lo ha hecho para dar Vida. Espera tu momento, cuando Nuestro Señor te
llame, y no tuerzas el Plan Divino. Yo estaré a tu lado siempre que me
invoques, seré tu amiga, hermana, madre, tu abogada, tu auxilio, tu guía.-
La monjita se sintió arrepentida por haber querido
suicidarse, y se comprometió con la Virgen; aunque pensó que ya era tarde y que
su muerte y la de su hijo ya estaba ejecutada.
Después de escuchar esas emotivas y profundas
palabras, la joven que estaba sostenida sin tocarla por los tres jóvenes, cayó
en un profundo sopor. Ellos la depositaron tiernamente en el descanso de la
escalera. La puerta de la Iglesia a la torre se abrió y apareció el anciano
guardia. Cuando éste subió las escaleras, vio la escena iluminada por una luz
pareja, casi irreal. La hermanita se destacaba por la oscuridad de su vestimenta,
mientras que los tres se desdibujan para los ojos del viejo.
El anciano preguntó, -¿Qué ha pasado?-, a lo cual
sólo se escuchó, ya que ellos no hablaban, que le habían encontrado allí, como
respuesta y como la joven lo hubiera deseado. El guardia, reconoció que la
muchacha era una monja por el hábito del convento de las Carmelitas descalzas y
esto le conmovió. Mirando a los tres jóvenes, el viejo se preguntó, -¿Qué hacen
allí un soldado, un pescador y otro joven, que no parecía un habitante de esta
ciudad, por su escaso ropaje a pesar de la fría noche?-
El guardia, con cierto temor por los tres, les dijo
que debían llevarla al convento, ya que la mujer parecía enferma y desmayada.
-Tú sabes el camino,- escuchó el viejo, a lo que asintió y tomándola debajo de
los brazos intentó levantarla a modo de invitación a que los tres lo ayudaran.
El soldado y el pescador, usando la lanza y la pértiga, improvisaron una
camilla con la capa del soldado, con sólo apoyar la capa sobre esos elementos.
El otro joven, levantó la venda, la cual alisó y acomodó junto a la cofia sobre
el regazo de la monja. El guardia caminaba torpemente escalones abajo, mientras
los tres bajaban el cuerpo de la joven como si flotara en el aire.
Una vez en la calle, el viejo se volvió a buscar
una linterna, y cuando la encendió, cayó en la cuenta que ninguna otra luz
había escaleras arriba, lo cual le extrañó sobremanera. El anciano iba delante,
deprisa caminando seguido por el singular cortejo, recorriendo en la fría noche
de Augsburgo las veinte calles que separaban la Torre del Convento.
Cuando llegaron al portón, los tres depositaron el
cuerpo inanimado de la monja sobre una suerte de banco de piedra. El viejo miró
el rostro pálido de la mujer, con temor a que estuviese muerta. El guardia
subió los tres escalones, y agitó el llamador en forma insistente, hasta que al
fin se encendió una luz en el interior del convento. Al escuchar unas voces que
se aproximaban desde dentro, se dio vuelta para asentir a los tres, y con
sorpresa vio que ya no estaban. Mirando hacia todos lados, no vio ni una
sombra. Cuando miró instintivamente hacia el cielo vio la estela brillante de
tres estrellas fugaces.
Al abrirse el portón le recibió una gruesa monja
que, casi a gritos, le espetó al pobre viejo una cantidad de preguntas de las
que no pudo responder ni una. Al punto, bajaron dos monjas más, las que
santiguándose se sumaron a las preguntas de la mayor. El viejo solo atinó a
decir que la encontró en la torre Perlach de donde él era guardia, y no mencionó
ni una sola palabra acerca de los tres jóvenes. Las monjas levantaron a sor
Anna Justina, y con premura entraron al convento. El pobre anciano, casi a la
carrera, se retiró caminando en sentido contrario de la Torre.
CAPITULO IV
Las otras monjas llevaron a la joven a su celda. Le
acostaron en su camastro y le desvistieron para arroparla, mientras otra le
preparaba una taza de té. La rolliza monja que la recibió, examinó a la joven
que estaba mortalmente pálida. Le llamó la atención unas marcas que tenía en el
cuello, que no eran las que deja una soga, sino más bien como pequeños
pinchazos en forma de collar. Lo que ella no se dio cuenta, es que eran marcas
cicatrizadas de una rama de espinas, en lugar de las marcas que le hubiera
dejado la venda con que se ahorcó. Pensando que talvez nunca antes le había
visto esas marcas, no les dio gran importancia.
Cuando le fue a quitar las enaguas, pegó un grito
que asustó a las demás monjas que la rodeaban. Todas ellas se acercaron, y
levantando la voz les dijo, -¡Fuera de aquí niñas! Vayan a sus celdas, esto no
es para ustedes.- Asombradas y sin entender tan extemporánea actitud de la
rectora, se retiraron de la celda.
Muy azorada, la monja mayor, se sentó en el borde
del camastro, y con abundantes lagrimas en los ojos, acarició el rostro de la
joven que permanecía desfallecida. La robusta y experimentada monja, lloró no
sólo por percibirse de la preñez de la niña, sino en un instante pensando en su
propia vida. De rodillas al lado de la joven, y con enrojecidos ojos, comenzó a
rezar al Cristo que presidía al camastro. Quedó allí velando por la joven casi
hasta el amanecer. Luego fue hasta la cocina, calentó un resto de sopa de la
noche anterior, y se la dio a tomar a la joven. Después la abrigó y se retiró a
su habitación.
CAPITULO V - EL JUICIO
Para la rectora no había sido lo peor, ya que ahora
debía dar parte a la Madre Superiora. A media mañana, golpeó tímidamente la
puerta del escritorio.
- Pasa hija, ¿porqué te quedas allí?- dijo la Madre
Superiora.
Tartamudeando, la rectora dijo, -Es que… que… hay
un grave pro... pro... blema.
La madre superiora levantó la vista de los papeles
que estaba escribiendo, y por sobre los anteojos le miró fría y fijamente,
-¿Cuál es el problema, mujer? ¡Sólo me han perturbado, los gritos, idas y
venidas de ustedes! Y agrega la madre superiora, -Acércate, siéntate, y explícame,
por el amor de Dios.
Temblando, la rectora, le dijo de sopetón, -¡Anna
Justina esta embarazada!, y se echó a llorar amargamente. La madre superiora se
quedó largo rato con la mirada perdida en el espacio. De pronto, en muy alta
voz dijo, -¡Porqué lloras, qué tanto escándalo!- Se levantó de su asiento y
comenzó a caminar de un lado al otro de la sala, mirando por las ventanas hacia
el verde parque.
-Está embarazada… está embarazada, ¿y qué? ¿No es
mujer acaso? ¿Es necesario que te recuerde que Nuestro amado Señor nos hizo
varón y mujer, y que la misión de la mujer es procrear? Es muy natural, y lo
natural es voluntad de Dios.
-Pero... Madre, ¡ha cometido pecado! ¡Y muy grave!
– dijo la monja, desesperada. La superiora, dando un golpe de su puño en el escritorio,
con aspereza casi le grita. - ¡Ah, quién habla y se pone de juez! ¿Te olvidas
de tí y de casi todas nosotras? ¿Quiénes fuimos antes de abrazar nuestra
misión? Te debo recordar además, qué dijo nuestro Señor Jesucristo acerca de
quien puede tirar la primera piedra. Lávate la cara hermana Helga, y ve a
ordenar los trabajos de hoy,- dijo la Superiora.
Dejándose caer sobre el sillón de su escritorio,
con una lágrima en la mejilla, la superiora rememoró su vida anterior al
claustro. La madre Gertrude, de familia aristócrata, estuvo casada muy joven
con otro noble. Tuvo dos hijos varones, y vivió muy feliz criando a ellos, y en
compañía a su amante esposo. Las guerras se encargaron de abrirle el camino
hacia el claustro.
En 1683, Viena fue sitiada por los turcos, pero al
rescate de los austriacos llegaron fuerzas de Bavaria, Sajonia, Franconia y
Polonia. Dirigidas por el rey polaco Juan III, llegaron reconquistando el sitio
y dispersando a los invasores. En un enfrentamiento entre tropas Bavaria y los
turcos, sus dos hijos fueron muertos el mismo día. El desconsuelo de Gertrude
no tuvo límites, asistida espiritualmente por su primo hermano, un sacerdote
jesuita.
Cuando su esposo regresó de la batalla, entre los
dos enterraron a sus dos jóvenes hijos, uno junto al otro. La furia del barón
esposo de Gertrude, no tuvo límites. Al día posterior al entierro de sus hijos,
este emprendió una campaña en el sur de Bavaria en búsqueda de los sitiadores
turcos. Sin piedad, cruelmente, aniquiló las tropas que le hicieron frente;
pero no satisfecho con esto, como un loco asesino, arrasó con todas las aldeas
que encontró en su paso, incendiando las casas, los campos, degollando mujeres,
niños y ancianos sin tener en cuenta si eran, o no turcos. No quedó alma en pie.
Cuando llegó a Augsburgo, ante su propia esposa,
rompió la espada y con lo que quedaba, se abrió el pecho, quitándose la vida,
entre maldiciones que gritaba contra Dios Nuestro Señor. Gertrude, aterrada y
desconsolada, hizo traer a su primo, y se encerró en el Convento de las
Carmelitas. Ella también había tenido su calvario; quién mejor que ella para
entender los enredos de los hombres por sus conflictos políticos, y los
sufrimientos de las mujeres que quedaban a la espera. Ya viuda, dejó los bienes
a los sobrinos, se ordeno y comenzó su apostolado junto a otras mujeres, que
unas más, otras menos, arrastraban sus historias.
CAPITULO VI - LA CENA
Al cabo de una semana, la joven Anna Justina
continuaba en cama casi sin probar bocado, con excepción de un poco de sopa y
agua. Durante esos días, a pesar de la experiencia, la superiora se devanaba
los sesos de cómo podía comunicar esta situación al resto de la comunidad, y
que no se convirtiera en motivo de escándalo. Su primo, el padre Kurt Ignatius,
estaba en uno de sus frecuentes viajes, aunque antes del fin de ese mes vendría
al convento como lo hacía habitualmente, para celebrar misa y aconsejar a la
superiora.
A la hora de la cena, Gertrude, la madre superiora,
reunió a todas las monjas, incluyendo a las novicias y aspirantes. Al terminar
la cena, con voz muy firme la superiora explicó con simples palabras que Anna
Justina estaba encinta. Lo que primero fueran caras de asombro, pronto se
tornaron en rostros de alegría en las jóvenes, y de circunspección en las más
viejas. Hubo murmullos entre ellas, sin llegar al desorden. La madre superiora
les pidió a todas que se pusieran de inmediato cada una en su celda a orar
todas las noches por su hermana Anna Justina. Para que mejore su salud y
prosiga su estado en buenas condiciones. Ordenó especialmente voto de silencio
en el tema, no sólo fuera, sino dentro del convento.
Anna Justina era visitada por Helga, la superiora,
y otras hermanas. Hablaba muy poco con ellas, por sentimiento de culpa y cierta
vergüenza reprimida. La joven ignoraba que ya era pública su situación en el
monasterio.
A los quince días de la fecha de su postración, ya
estaba en pie. Caminaba por el convento buscando algo que hacer como las otras.
Ellas le invitaban a que leyera, orara y descansara. Como labor, le encargaron
el cuidado de las azucenas, que por ser los últimos días de invierno, se veían secas,
sin ninguna flor y tristes como la enjuta Anna, quien a esta altura, estaba
encinta de tres meses.
CAPITULO VII
Pasaron los meses; el tiempo de verano animó un
poco a la infeliz Anna.
Su vientre iba creciendo, como así también el temor
de la madre superiora. Llegando a Septiembre, cuando comienza el triste otoño,
la parición sucedería en cualquier momento. Helga, como experta, invitó a su
primo Kurt a que se quede más tiempo en el monasterio, con la excusa de hacer
un retiro espiritual con las hermanas. El día 27 de septiembre, la joven Anna
se indispuso con evidentes síntomas de un trabajo de parto. El 28, Helga y otra
de las monjas más viejas se preparaban para asistir a la parturienta. En medio
de gritos de dolor, Anna fue asistida por las improvisadas matronas. En su
experiencia, Helga, vio que la situación estaba complicada, y llamó a Kart, que
además de cura era conocedor de medicina, para que las ayudara. Las violentas
contracciones se sucedían y la cabeza del niño no aparecía.
El cura-médico, sin vacilar, les previene, -Traigan
muchas compresas, esto viene mal. Tengo que abrirle el vientre o la joven
morirá-, dijo Kurt. Sacando su pequeño y muy filoso estilete, el cura abrió el
vientre de Anna. En medio de la sangre, Helga buscó tomar la cabeza del nonato,
pero con gran sorpresa vieron que el cordón umbilical rodeaba el cuello del
niño. Prestamente y de un solo corte, Kurt liberó al niño de una muerte segura.
Anna musitaba rezos y palabras, mientras dirigía la mirada hacia un punto fijo
como si alguien estuviera allí. Y era verdad: sólo Anna veía el rostro de la
misma Virgen María, que la salvara de su intento de suicidio. Después de
limpiarla de la sangre que empapaba las sabanas, Anna continuaba susurrando
palabras, tornándose su rostro apacible. Helga tomó al niño que berreaba como
el mejor, y lo llevó a otra habitación. El padre Kurt se sentó junto a lecho de
Anna y le sugirió que se confesara, con el objeto de una posible extremaunción.
Anna dijo que no, que estaba bien, en paz y que la misma Virgen le había
perdonado su error. Y que la misma virgen estaba en ese momento junto a ella.
–Padre Kurt, ¿es que tú no la ves?-, dijo Anna, y estirando los brazos hacia el
cielo, dijo, -Madre, ya estoy preparada - y expiró.
La habitación se iluminó sin dejar ver una sombra.
El cura se levantó de su silla, mirando a su alrededor con gran turbación. Un
aroma indescriptible, llenó sus sentidos. El férreo sacerdote cayó de rodillas,
y apoyando los codos sobre la cama, acariciaba la frente de Anna con ternura
paterna, mientras le decía, -Te pido perdón, niña de Dios, que Nuestra Señora
te acoja en su seno, y seas el ejemplo de todas las que aquí viven y te han
juzgado.-
EP?LOGO
Anna Justina fue enterrada bajo una lápida, donde
se dice fueron puestas las cenizas de Santa Afra, en la costa del río Lech.
Santa Afra, (mártir) fue quemada viva en un palo a la orilla del río el 7 de
agosto del año 304, por el prefecto romano de Augusta (Augsburgo) llamado Gayo,
por la conversión de la mártir del paganismo al cristianismo. Su fiesta es el 5
de Agosto. Santa Afra fue muy venerada en el sur de Alemania. Al costado
derecho del cuadro de María la que desata los Nudos, en la iglesia St. Peter am
Perlach, existe una escultura en su honor, la cual es muy venerada. Nunca más
se habló de Anna entre las internas, ni en la congregación. En el refectorio
del monasterio, se puso una imagen de la Virgen. En los años 1920, la imagen de
la Virgen María Knotenlöserin fue pedida por las monjas carmelitas, y estuvo
allí algunos años. El motivo supuesto, es que este cuadro quería ser vendido
por las autoridades de la iglesia. En el monasterio se hizo una muy mala
restauración, en verdad sólo se le dio unas capas de un pésimo barniz sobre el
óleo, que hace hoy día mucho más oscura la imagen.
El hijo de Anna Justina, fue bautizado con el
nombre de Ignacio Justino, llevando el apellido del padre Kurt. A Ignacio le
entregaron para su crianza a la hermana menor del sacerdote, que vivía en la ciudad de Althoting, donde
estudió y se convirtió, con los años, en sacerdote jesuita. Fue enviado a
España por la Compañía de Jesús a las Misiones del Guayra ( Brasil-Paraguay;
etc.). Trabajó en la conversión de los indígenas, y en la defensa de ellos, que
eran protegidos del esclavismo por los Jesuitas. Cuando todavía no tenía 50
años, murió en Brasil, en esas Misiones
entre mayo a agosto del año 1756 en la batalla de Caybaté, junto con el padre Henis en la insurrección
contra el ejército portugués-español, en el pueblo-Misión de San Lorenzo.
Allí fue sepultado, y dicen que en la misma tumba
de rojos bloques de piedra labrados con las iniciales de Ignacio, enlazadas con
el emblema mariano de la Compañía de Jesús. Una muy joven india, visitaba todos
los días su tumba. Allí creció una enredadera con una variedad de “lirio de los
Alpes” que no era conocida por los nativos, ni los europeos. Con el tiempo, los
guaraníes extrajeron de esta planta un aceite que usaban como medicina. La flor
era blanca radiante y muy parecida a la corola de la orquídea.
Nota: Los hechos son reales. Se le ha dado un giro
literario para facilitar su lectura.
Derechos Reservados de Mario H. Ibertis Rivera ©
Agosto del 2004.- Publicada Agosto 2006.
Copyright by Mario H. Ibertis Rivera © August 2004.
Corrección de Estilo: Amalia Jazán - Translator -
amjazan@qwest.net
Bus: 602-569-1206 Fax: 602-532-7349 Phoenix, AZ USA
1 comentario:
Amen
Publicar un comentario